sábado, 8 de enero de 2011

Mi Amigo El Pespir cuento de José Murillo que dió el nombre al taller


MI AMIGO EL PESPIR

 El pespir es la lechuza, pequeña y curiosa, del noroeste argentino. Su altura no sobrepasa los 15 centímetros. Tiene las mismas costumbres nocturnas que lechuzas y búhos. Chista  como ellos y tiene la triste fama de ser anunciadora de la muerte
Creen los hombres y mujeres del monte jujeño, que cuando un rancho donde hay una persona enferma se acerca un pespir y chista, irremediablemente el enfermo morirá.
Estoy convencido de que esa mala y triste fama del pespir no le hace justicia. Pienso que la creencia proviene del hecho de que el pespir es un animalito confiado y sumamente curioso. Y es claro, en el rancho donde yace un enfermo suele verse luz hasta muy tarde. Esto llama la atención del pespir que se aproxima y lanza su "¡chist!" para avisar que el esta ahí; pero no para anunciar la muerte, sino porque le gusta, en la soledad de la noche larga, acercarse a los hombres por quienes siente una especial atracción y cuya compañía busca a condición de que no se lo asuste.
Yo tuve hace anos un pespir amigo que en un momento de peligro demostró ser solidario y audaz en la defensa de nues­tra amistad. Es probable que en estos momentos sus descen­dientes vivan aun en los montes de Santa Bárbara y que mi amigo haya muerto de viejo. Ojala esté todavía vivo, Sea como fuere quiero rendirle tributo de gratitud contándole a los niños la aventura que hizo más estrecha y bella esta amistad.
El Real de los Toros es una finca enclavada en el cora­zón de Santa Bárbara. Por razones que sería largo referir aquí, viví y trabaje un tiempo en ella. Entre mis trabajos uno de los que más me gustaba era regar la chaucha por la noche.
Regaba la plantación de chaucha a la noche no por ca­pricho sino porque es la mejor hora para hacerlo. La chaucha es delicada, necesita para crecer sana y  apetitosa mucha agua y si se riega a pleno sol se la puede dañar seriamente. La sed  de la chaucha balina o manteca se calma bien con el frescor de la noche.
A la entrada de un corto camino que conducía a la casa había hecho yo clavar dos grandes aujones para la futura tranquera.
Mi encuentro con el pespir se remonta a una noche de luna clara y calida, la primera que fui a regar la chaucha recién nacida. Ya había dejado atrás los aujones Llevaba al hombro una azada y me encaminaba a la plantación de chau­cha. Confieso que el chistido del pespir me sobresaltó. Había pasado muy cerca de el y no lo había visto. Esto debe haberle molestado y por eso la energía y la estridencia del chistido. Me volví. Desde la cima del aujon me miraba fijamente con sus grander ojos redondos y luminosos.
- ¿Que querés?
-!Chist¡
Estuve a punto de alejarlo arrojándole un terrón para ahuyentar la mala suerte de que se dice es portador. No lo hice y resolví no tenerlo en cuenta.
Fui hasta la acequia de riego y abrí paso al agua en di­rección de los surcos. Atento a mi trabajo había olvidado al pespir; pero éste no estaba dispuesto a pasar la noche solo.
-Chist.
Me di vuelta. Allí, sobre un alto bordo estaba el pespir. A cinco metros escasos de mi brazo armado con la azada. Me miraba con fijeza sin la menor prevención.
Debo decir que eso de pasarse la noche solo, regando en medio de un pequeño espacio arrebatado al monte grande, tiene sus encantos, pero después de algunas horas uno siente la necesidad de descansar y de tener la compañía de alguien para cambiar un par de palabras. Yo tenía a la mano a ese alguien: el pespir.
Me siguió a lo largo de los surcos y a lo ancho de las melgas. Cuando apoyaba A azada esperando que pasase la cantidad de agua que consideraba suficiente, desde algún terrón cercano chistaba y me observaba atentamente.
-Hola -lo saludaba yo.
-Chist.. . -pero ahora con un chistido suave. Me atrevo a decir que comenzaba a ser afectuoso.
La luna se enredaba en el alto ramaje de un quebra­cho, en descenso hacia el arroyo. Fatigado y con sueño me senté a fumar tan cigarrillo. El pespir se poso a menos de dos metros y desde allí miraba curiosamente como yo encendía y apagaba, de tanto en tanto, la roja lumbre al extremo de un palito blanco.
Regué el resto de ]a noche sintiéndolo cerca de mi, pero sin preocuparme por lo que el hacia. Y cuando concluí la tarea y regresaba soñoliento a la casa, me despidió con largo chistido desde el aujon. Y entendí claramente que me decía: "hasta mañana".
Mientras me acostaba me pregunte si se habría alimen­tado en algún momento y con que. Pero el cansancio no dejo tiempo para ninguna respuesta. Me dormí profundamente en tanto la noche, afuera, comenzaba a poblarse de rumores y de trinos que anunciaban el alba.
A partir de aquel chistido que me obligo a fijarme en el, todas las noches de riego tuve la infaltable compañía del pespir. Cuando me acercaba a los aujones, azada al hombro, ya estaba el pespir aguardándome en su atalaya. Mas de una noche espere que viniese a posarse sobre mi hombro o sobre la azada; pero su confianza era respetuosa y discreta. Me se­guía volando bajo o se me adelantaba v me esperaba en el borde de la acequia de riego. Mi itinerario le era familiar.
-¿Como te va?
-Chist - que yo entendía como "bien" en un tono cor­dial y confiado.
Mientras yo regaba el vigilaba y daba cuenta de las ratas que osaban acercarse a la plantación de papa que estaba muy cerca. Y esa actitud vigilante del pespir me daba tranquili­dad, me inspiraba confianza. Yo estaba seguro que mientras el pespir anduviese por allí cerca, nunca podría sucederme nada. Digo esto refiriéndome a las víboras y en particular a la yarará que abunda en Santa Bárbara y cuya picadura es mortal si no se aplica en seguida el suero antiofídico. En seguida significa antes de las tres horas de haber sido picado. Y yo no tenía suero. Por otra parte sabía que en las noches muy calurosas la yarará busca la frescura de los surcos o de la tierra recién rastrillada; que sale a los senderos abiertos huyendo de la espesura caliginosa del monte cerrado. Que sale, simplemente, en busca de alimento fácil. La yarará no ataca al hombre salvo en el caso de que se crea atacada. Pero de todos  modos es una víbora peligrosa.
Es la enemiga terrible de los hachadores que se ven for­zados a limpiar a filo de machete el pie del árbol que deben derribar. Con frecuencia la yarará, que esta ahí, justamente, dormitando entre los yuyos o haciendo su digestión, ataca con la velocidad de una flecha de emponzoñadas puntas. Por eso los hacheros del monte jujeño usan, sobre sus raídos pan­talones de algodón, un sobrepantalón de gruesa lona -re­zago de las que se utilizan en los filtros de los ingenios azuca­reros-Y cuando la yarará clava furiosa en la lona sus colm­illos huecos, el hachero le cercena la cabeza de un mache­tazo. Claro, que eso requiere sangre fría y presencia de ánimo. Nadie limpia el monte en Santa Bárbara a machete solo. Con la derecha se maneja el machete y en la izquierda se esgrime un palo de aproximadamente un metro de largo con el cual se va apartando la maleza. Así se evita que la yarará pueda morder la mano izquierda.
Aquella noche me tocaba regar la papa. Era una noche oscura, pesada, sofocante. No se veía un dedo delante de la nariz, como suele decirse. Decidí llevar un farol del tipo Branmetal. No alumbra mucho, pero permite ir viendo el camino que uno pisa yendo al tranco. Me eche la azada al hombro y tome el rumbo de la plantación. Descubrí el pespir por la luz de sus ojos saltones e inteligentes. Me siguió coma era su costumbre y se poso en la tierra, mas allá de la penumbra mortecina del farol. Así es que yo no lo vela mientras regaba, pero sabia que estaba allí, muy cerca, vigilando las sombras impenetrables que me rodeaban, atento a mis movimientos y al propio tiempo al acecho de las alimañas que pudiesen merodear por los alrededores­.
-¡¡¡Chist!!!
Me llamo la atención el chistido. Nunca le había oído otro igual. Ni siquiera la noche de nuestro primer encuen­tro. Lo entendí como un alerta e instintivamente alce el farol y asiendo la azada con fuerza me puse en tensión. A un metro de mis pies calzados con alpargatas bigotudas, una enorme yarará enroscada sobre la cola levantaba amenazante la ca­beza. Su lengua bífida salía y entraba en la boca con celeridad increíble. Quede inmóvil, helado, sin atinar a defenderme o a huir. Sentí, inclusive, que no estaba en condiciones de dominar mis movimientos. La sangre no afluía normalmente a mi cerebro y cualquier movimiento en falso podía resul­tarme fatal. Estaba a merced de la víbora. Y de pronto entre ella y yo se interpuso el pequeño pespir. La yarará vaciló. Eso me dio tiempo para reaccionar. Retrocedí milímetro a milímetro para no llamar la atención del reptil. Yo buscaba un lugar para dejar un farol de tal manera que la yarará que­dase dentro del círculo de luz para poder disponer de mis dos manos.
Gracias al pespir pude hacerlo. Como si hubiese adivi­nado mis intenciones se, lanzo al ataque. Las pluma del co­gote erizadas hacia adelante, el piso corto y fuerte proyec­tado en ariete a ras del suelo, arremetió abriendo las alas. La yarará se balanceo hacia atrás para descargar un golpe fulminante.... Yo ya había depositado el farol en un bordo y levantando la azada sobre mi cabeza, impulsándola con ambas manos, le asesto un golpe. Se revolvió enfurecida; inutili­zada en parte por el golpe brutal, sus movimientos eran menos peligrosos. Por otra parte el pespir le clavó el pico cerca de la cola y me dio la oportunidad de volver a descargar mi azada buscando la cabeza. Esta vez acert6 en un punto vital. Se derrumbo y comenzó a extenderse. El pespir le asestó un tre­mendo picotazo en la parte posterior del cráneo y la sacudió con violencia golpeándola contra la tierra hasta que la víbora, fláccida, sin vida, fue una masa inerte. Sólo entonces la dejo caer. Medía casi dos metros...
Me senté temblando aún y encendí un cigarrillo. -Gracias, viejo -le dije al pespir que me miraba con sus claros ojos curiosos.
-¡Chist! -me respondió. Como si dijese "no es nada". Inclinó ligeramente la cabeza con gracioso movimiento y me guiño un ojo.